top of page
  • Writer's pictureRenato

Comenzamos con uno que viene de Occidente

Son casi las nueve, es una mañana gélida de domingo de inicios de febrero –gélida para mis estándares tropicales–, el tapete del cielo es de un blanco grisáceo, el cual me recuerda mucho a la ciudad en la que estaba apenas hace catorce horas, aquella ciudad imperial, heredera de esta y de otras más en la península, aquella ciudad en la que crecí, aquella tres veces coronada villa de los reyes. El pavimento aún está húmedo, el aire alrededor de la rambla de Sants tiene la extraña mezcla de los perfumes del pan recién horneado, del café y del vaho del ácido úrico, cortesía este último de unos cuantos sin hogar que pasaron la noche ahí cubiertos por cartones. De hecho, uno de ellos sigue en la misma banca donde cayó rendido en la madrugada. Los niños corren y gritan, gozan de la gran libertad de no llevar mascarilla (¡cómo los envidio!), los viejos están sentados en las banquitas de la rambla, todos del chill, casi todos vistiendo lo que he llegado a identificar como el standard look de los ancianitos españoles: Pantalones anchos y cómodos, casi inequívocamente oscuros y las chaqueta térmicas, de esas rellenas de plumas de ganso. Me encanta. El olor a tabaco es penetrante, ¡todo el mundo fuma aquí!, fuman los padres, fuman los abuelos, fuman los chicos y chicas del instituto, fuma el dependiente del bar de la esquina, el chino, el paki y el metalero del bar de enfrente. Hace tres meses que no toco el tabaco, esto será difícil.


Me empujo un bocata de ibérico, dos espressos seguidos y un chupito de fernet, con las baterías recargadas con tres grandes vicios me dispongo a salir a explorar, el desface horario provocado por mi viaje trasatlántico no parece importar mucho ahora, pero sí que tengo un problema en este momento, uno muy del siglo XXI: no tengo datos en el móvil, por consiguiente, no GPS. Cosa curiosa para un hombre que se regocija en formar parte de la última generación que ha crecido sin la tremenda influencia del internet. Debo confesar que ahora mismo extraño estar online, no tengo la más puñetera idea de a dónde estoy yendo. Hay muchísima gente en las calles, gente sola y familias enteras, caminando en medio del tármac –luego me entero que las vuelven peatonales los fines de semana–, es entonces como, haciendo uso de mi desparpajo habitual y sonrisa amplia comienzo a molestar a mis vecinos temporales por direcciones, soy el guiri por excelencia.

–Disculpa, ¿cómo llego al centro de la ciudad? –le pregunto a una chica cuyo acento identifico como el del hermano país del Ecuador y quien lleva la chaquetilla de alta visibilidad del ayuntamiento–

–¿Centro?, ¿cuál centro?

–A la ciudad vieja, digo

–Ah, vale, pues sigues de frente por la carretera de Sants, llegarás a Plaza España luego pillarás la avenida del Paral·lel y verás una columna grandota al final de la avenida, en el mar.


Y así me la pasé por más de una hora, caminando aparentemente sin rumbo, empapándome de las vistas de este barrio obrero, tan gris y tan colorido, tan gótico y tan barroco, tan modernista y tan brutalista, y de paso confirmando con el extraño de turno cada diez cuadras si estaba yendo en la dirección correcta, hasta que finalmente llego a la susodicha columna con una gran estatua del señor Colombo supuestamente apuntando a mi casa y sin saber más a dónde ir (y con el cansancio, el hambre y la falta de sueño pasándome factura) me subo a una pequeña nave que promete llevarme por todo el puerto. Los locales le llaman La Golondrina.

No aguanté ni diez minutos y caí presa de un sueño ligero y placentero. La brisa marina helada y el azul profundo del mediterráneo, casi del color del crepúsculo, me arrullaron. Las voces de la guía turística a bordo, los padres con sus niños y la pareja de gays que tenía al frente se fundían tenues, de sottofondo.


Una vez despejado de la morriña me dispuse a regresar a Sants, esta vez en el célebremente eficiente metro de Barcelona, las piernas no me daban para más, sólo quería sentarme y comer. Al cabo de un rato llego al hostel, tan calientito y acogedor, tan silencioso a esas horas de la tarde; el silencio no tardaría mucho en romperse.

De pronto entra a la cocina un tío pelón, tiene la cara redonda y las cejas pobladas y una voz que resonaba en todo el primer piso. Se presenta y me da la bienvenida. Su nombre, Abdul, originario de un pueblito cerca de Marrakech cuyo nombre en este momento escapa mi memoria. Abdul es la primera persona en Barcelona –exceptuando a aquellos a quienes les pagan por hacerlo– que me da una real y sincera bienvenida.

Empieza por contarme cómo fue su día de trabajo en un pueblito cerca de Reus en el cual está ayudando a un primo con un pequeño negocio relacionado al vermut.

–¡Oh que guay!, ¿Qué tipo de trabajo haces allá? –le pregunto.

–Ayudo con cositas por aquí y por allá, a mis primos y a sus amigos.

–¿Y en qué tipo de cosas les ayudas?

–Cositas, un poco de todo.

La expresión de su cara y la respuesta genérica me indican que no debería preguntar más.


Dejando de lado el hecho de que no da muchos detalles sobre su vida o su ocupación Abdul no se calla nunca, es bullicioso y gregario, le da la bienvenida a todo aquel quien llega al hostel y busca conversación incluso allí donde no la hay pero sólo parece estar realmente cómodo con el extraño peruano de rizos desordenados y con un flaco alto, de andar desgarbado, con cabello oscuro y largo recogido en una coleta, un tío de piel cetrina y faz demacrada, como si le hubiesen quitado toda la felicidad del alma, Fabio, el siciliano.


Fabio es un hombre que sufrió una desilusión amorosa potentísima recientemente, una traición tal que haría que su compatriota Dante levantase una ceja y considerase una nueva acompañante para Casio, Bruto y Judas. La desilusión se le nota en la cara. Veo mucho de mí mismo en la actitud que Fabio le presenta la vida actualmente, no hace mucho yo también estaba enfermo del corazón y tan o más deprimido que él. Entre las guasas y sarcasmos del marroquí noto algo curioso en su actitud para con el italiano: siempre está tratando de levantarle al ánimo. El método de entrega de su terapia psicológica es a veces tosco y con falta de tino, pero se nota que le sale del corazón, se le iluminan los ojos cada vez que logramos sacarle una sonrisa al «pájaro» que es como él llama al siciliano, y a mí que apenas me conoce me trata de «hermano» y me invita a su mesa a cenar ya tomar vino; trato de rechazar la oferta amablemente, simplemente por la falsa cortesía que emana de alguien que no quiere deberle favores a nadie pero Abdul hace gala de la hospitalidad tan célebre del mundo árabe, me manda una mirada asesina por rechazar la oferta y me dice: Come! y comparte todo lo que tiene en ese momento conmigo y con el flaco, la pasamos de la hostia y nuestro pequeño grupo de inadaptados se convirtió a lo largo de los días en el alma del hostel, con la reluciente cabeza pelada de Abdul en la vanguardia.


Él nunca nos quiso decir a qué se dedicaba exactamente, no necesitábamos saberlo, sabíamos que sus doce años en España no habían sido fáciles y que la vida lo seguía golpeando, sin embargo, eso no era obstáculo alguno para que «il pelato» –como lo llamábamos Fabio y yo– demuestre sus ganas de compartir y de vivir.


Este blog busca rescatar los periplos de gente como Abdul, gente que viene de todo el mundo árabe y del medio oriente a buscarse la vida en Europa en estos tiempos tan difíciles y sórdidos en los que parece que cada vez nos alejamos más los unos de los otros. Ahora pueden contar con este quinteto de loc@s para compartir sus historias y servirles como una suerte de Bósforo virtual, una especie de puente entre nuestros pueblos hermanos. Nuestra ventana está apuntando hacia ustedes.


Salam shaqiq!

Shalom achi!

Salut mon frère!


bottom of page