Los que quisieran viajar
(Imagen: Unsplash)
"Una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”. La idea que surgió del periodista judío Israel Zangwill a principios del siglo XX fue el argumento que empleó la ONU para ubicar en Palestina a un pueblo judío que huía del holocausto europeo. La idea de que el progreso de aquellas tierras vendría de la mano del sionismo respondía a la idea occidental de desarrollo. Se obvió que Palestina era un lugar con cientos de pueblos, ciudades e infraestructuras, sus propias costumbres y cultura.
Aun así, la ONU cedió el 54% de Palestina a el pueblo judío, que nada más retirarse la presencia internacional del lugar proclamó el estado de Israel y luchó contra los países árabes que decidieron defender Palestina para obtener un trozo del pastel más grande. La limpieza étnica llevada a cabo en 1948 se conoce en la comunidad árabe como Nakba, y resultó en que Israel ocupara el 78% del territorio, recluyendo a los palestinos en la Franja de Gaza, Cisjordania y Jerusalem Oriental.
Mientras Israel, que se autodeclara la “única democracia en Oriente Medio”, enseña en las escuelas una historia en la que se reduce Palestina a la calificación de minorías árabes presentadas como primitivas, con pocos recursos y como una amenaza de un futuro holocausto, al otro lado del muro entre Israel y Cisjordania y en la Franja de Gaza la juventud afronta cada día serias dificultades para seguir con sus estudios, que para muchos suponen la única esperanza de cambiar sus vidas.
Hace un año escribía estas líneas para explicar el contexto en el que sobrevivían siete jóvenes palestinas cuya única esperanza era estudiar y su único deseo, una vida normal, mejor, en paz. Digo “sobrevivir” porque, según la ONU, la misma que cedió terreno a Israel sin pensar el daño que esto haría, Gaza es un lugar inhabitable desde 2020. Ese fue el año en el que conocí telemáticamente a tres jóvenes del lugar: Zahr al-Najjar, estudiante de periodismo de 21 años; Raimaa Faisal, que esperaba una beca para irse a Turquía; y Doha Imad, una adolescente aplicada y solidaria. Las tres viven en Rafah, una ciudad al sur de la Franja de Gaza. Aunque no sé nada de ellas en el momento en que escribo estas líneas, prefiero utilizar el presente, guardar la esperanza.
Durante este último año la situación no ha cambiado. Hablaba a menudo con ellas, sobre todo con Doha, de tan solo 17 años. A Doha le encanta enviarme fotos con sus amigas y vídeos en los que saca a relucir su preciosa voz en canciones y rezos islámicos. Ella quiere estudiar medicina, ayudar a mucha gente, que “Palestina esté orgullosa de que sea su hija”, me explicaba hace un año.
Raimaa es una chica ambiciosa a más no poder, o así es como ella se define. A la expectativa de múltiples peticiones de becas para abandonar el país en pos de un futuro mejor, la joven está desesperada. “La ansiedad y la depresión siempre me acompañan”, me explicaba. Temía que su vida pudiera acabar en cualquier momento y que sólo sería un número más en la tragedia. Zahr, por su parte, intenta hacerse un hueco como influencer en el mundo árabe mientras estudia periodismo y combate las dificultades que tiene una mujer joven en un lugar tradicional en el que manda la religión.
Los últimos días del ramadán de este año, que llegaba a su fin el 13 de mayo, Hamas e Israel se enzarzaron en una nueva escalada de violencia que provocó numerosos muertos, sobre todo en la Franja de Gaza, bombardeada insistentemente por los misiles judíos. Escribí con el corazón encogido a todas las chicas y les pregunté si había alguna forma de ayudarles, enviarles algo, por muy difícil que pareciera. Sólo respondió Doha. Acababa de ver cómo se derrumbaba su casa. No sabía donde estaban sus amigas. No podía ir a clase. No tenía ropa, ni muchas de sus pertenencias. Aun así me preguntó “¿y tú, qué tal todo?” antes de decirme que ojalá algún día nos podamos encontrar.
No importan los números y todo aquello que se está contabilizando estos días: casas destruidas, misiles enviados por un bando y el otro, detenciones y muertes. Durante años, y más durante la pandemia, hemos sido capaces de asimilar los números como si de rutina se tratara. La sociedad está insensibilizada ante los datos. Realmente sería mucho más efectivo si, aunque fuera sólo una vez, alguien escuchara la voz de alguna chica como Doha cantando por la paz de su país con un sentimiento que eriza la piel y humedece los ojos.
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