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  • Writer's pictureRenato Brignardello

Piel desnuda y budismo

Es miércoles por la tarde y hace un calor brutal en la playa de Sitges, frente a la iglesia. Después de un año y medio de parón los chiringuitos están abiertos, los Aperol Spritz discurren sin parar a través de las mesas, los niños corren y me rodean mirando asombrados la maraña de pelo negro y gris que me cubre la cabeza, cientos de personas yacen en la arena rostizándose y muchos tantos juegan y nadan, exponiendo la piel al calor de nuestra fabulosa estrella, las chicas muestran exactamente la misma cantidad de piel que los chicos.


Sitges exuda los aromas y colores de la mayoría de los pueblos del litoral catalán. Tiene una agradable combinación de casco antiguo, algunos edificios encalados, otros del rojo natural del ladrillo, otros con adustas fachadas de piedra; todos inequívocamente bellos y diseñados para aguantar la inclemencia del mar. La belleza no acaba en las reliquias arquitectónicas de antaño si no que se extiende hacia las zonas residenciales con casas modernas e impecables que de alguna manera parecen ser la evolución natural de aquellas encontradas en la parte vieja del pueblo.


Después del paso de rigor por la oficina de información turística y de la respectiva merienda de bocata de jamón ibérico y zumo de naranja me pongo a conversar con los taxistas en la plaza del pueblo para confirmar la información que el señor Google me dio para llegar a mi destino final del día: el monasterio budista del Garraf, enclavado en la cima del epónimo parque natural. Resulta que subir al susodicho templo en auto es mucho más caro que lo que un estudiante desempleado se puede permitir, más de cuarenta euros por tramo. No way José. Buscando opciones encuentro a Rafa, un simpático ingeniero cubano, de ojos grandes y alegres que lleva dieciocho años en España y que ahora se dedica al alquiler de bicicletas. Por el módico precio de veinte pavos al día me llevo una hermosa bici roja y me dispongo a trepar la montaña. Llevo más de un mes sin entrenar debido a una lesión y el cuerpo me pasa la factura. Los primeros kilómetros son empinados y me hacen sufrir, debo bajarme de la bicicleta a menudo para recuperar el aliento, no importa, me digo a mi mismo que es el pretexto perfecto para tomar fotos. La belleza natural lo amerita.


Los once kilómetros que separan el taller de Rafa de la cima de la montaña en Plana Novella son bastante accidentados, es preciso andarse con cuidado en la bici. No obstante, cada curva y cada claro en el camino me ofrecen algo por lo que vale la pena jadear: hermosas panorámicas, ruinas de masías e iglesias, pequeñas parcelas de viñedos por doquier, antiquísimas grutas que no sé para qué son, y fauna y flora que nunca había visto antes. En el camino me encuentro con unos cuantos viajeros como yo, algunos en autos, otros a pie, la mayoría en bicicleta. En teoría el trayecto hacia el monasterio no debería durar más de una hora, a mí me toma un par debido a mi pobre condición física y al hecho de que me creo fotógrafo. Al fin veo la esperada recompensa y esta no es para nada lo que me esperaba.


A primera vista la estética de este monasterio acaba con mis preconcepciones de lo budista. El complejo se alza sobre una colina y está construido en forma de fortín; es más, hasta ahora posee los muros perimetrales y las garitas de vigilancia en las esquinas, éstas ahora llenas de plantas sagradas, mantras y oraciones. El lugar fue construido a finales del siglo XIX por indianos (españoles que se fueron al nuevo mundo a buscar mejor suerte) relacionados a la afamada familia Codorniu-Raventós. Eulalia, natural de Barcelona y monje budista consagrada nos cuenta que los indianos hicieron una fortuna inmensa en Cuba, al volver a Catalunya compraron la mansión y los viñedos cercanos mientras que producían uva para los Raventós. Lamentablemente, estos nuevos ricos no supieron administrar su fortuna y la despilfarraron, entre otras cosas, en las suntuosas y eclécticas decoraciones y mobiliarios del palacete. Desde una sala morisca a un comedor real y una réplica del trono del rey Alfonso XII. La buena fortuna no tardaría en acabarse cuando la filoxera acabó de un porrazo con los cultivos de uva de medio Europa y de paso con el patrimonio del señor Pere Domenèch i Grau, propietario del lugar, quien lo perdió todo y se vio obligado a dejar el lugar. El señor Domenèch y su esposa pasaron el resto de sus días en pobreza y viviendo de la caridad de extraños. Al entrar sus propietarios en bancarrota, el inmueble fue recuperado en subasta por el estado y con los años pasó a manos de los monjes budistas del linaje Sakya Tashi Ling. Este linaje le da al monasterio su nombre.


Los edificios –en especial la masía principal– combinan elementos de la arquitectura barroca, neoclásica, neomudéjar, militar y ahora, budista. Esta mezcla de estilos, aparentemente aleatoria, su exagerada suntuosidad, traducida en paredes recubiertas con terciopelo, techos machihembrados, columnas ondulantes recubiertas de pan de oro y comedores de estilo real, describen mejor que cualquier palabra la condición de nuevos ricos de sus primeros dueños. La masía entera es un despliegue de riqueza por el simple hecho de serlo. Su naturaleza extremadamente ecléctica delata la falta de gusto de los Domenèch.

El complejo cuenta con todas las comodidades del mundo moderno: recepción con tienda de souvenirs incluida, wifi, y cafetería con el menú del día, elaborado con productos producidos por los mismos monjes.

Después de la visita guiada –y de recibir las bendiciones finales por parte de Eulalia–, me dispongo a bajar de la montaña por la misma ruta, esta vez a toda velocidad, con la intención de pillar las mejores horas del sol de la tarde en la playa. El chiringuito “La Fragata” me da una calorosa bienvenida con un cubata bien frío. El sol va descendiendo lentamente en el horizonte y ésa es mi pista para emprender el camino de vuelta en el ferrocarril a Barcelona. Mientras el tren va dejando la estación, una madre y su bebé nos dan el adiós desde su balcón, parece ser parte de su rutina diaria, viven frente a las vías férreas. Los veo a través del vidrio, con los últimos rezagos de luz de día superponiendo el reflejo de mi rostro con la imagen del nen y su madre.


Hasta pronto Sitges.




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